Leed con calma este
cuento y reflexionar “un poquito”
LOS
17 CAMELLOS DE HABIB
Cuando
el viejo Habib sintió que la muerte se agazapaba junto a su cama, la
buscó, le tendió la mano y la miró a los ojos. Sin miedo.
El
viejo Habib había tenido una buena vida. Alá lo había colmado de
salud y dones, humildes pero importantes. Jamás pasó hambre, tuvo
una compañera perfecta, tres hijos trabajadores, y llegaba al final
de sus días con la satisfacción del deber cumplido. Aquello que Alá
depositó en su alma, le sería devuelto con creces.
Así
pues, el viejo Habib se dispuso a morir. En paz.
La
última noche, con las escasas fuerzas que le quedaban para aquel
acto, el viejo Habib hizo llamar a sus tres hijos y cuando estos se
reunieron al pie de su jergón, los contempló orgulloso. Su mejor
obra. Su legado en la tierra. Aziz era el mayor, noble y templado,
con fuste de lider. Yaruk era el segundo, inteligente y mesurado, con
cabeza para el comercio. Mesei era el tercero, audaz y valiente,
idóneo para la aventura. Los tres se complementaban muy bien, y se
querían aun teniendo en cuenta las diferencias de sus caracteres.
Sí,
el viejo Habib supo que no tenía más que respetar la ley. Su mayor
fortuna eran sus diecisiete camellos. Y ese debía ser su legado para
Aziz, Yaruk y Mesei. Según la ley.
—Hijos
míos —les dijo cubriéndoles con una mirada plácida—, es
llegada mi hora, y os pido tan sólo tres cosas en este momento
singular: que no lloréis mi muerte, pues voy a reunirme con Alá
después de este mi tránsito en la Tierra; que respetéis lo que
ahora voy a deciros, pues es mi testamento; y que busquéis en todo
momento la flor de la felicidad siendo lo que sois y siempre seréis:
hermanos.
—Te
lo prometemos, padre —convino Aziz solemne.
—Sabéis
que no tengo demasiado, aunque muchos hombres en el pueblo aún
tienen mucho menos que yo. Mi fortuna se limita a los diecisiete
camellos que tenemos en el cercado. Esos camellos son vuestros ahora,
hijos míos, y deberéis repartíroslos de la manera siguiente...
Tosió,
se atragantó, sus ojos se desvanecieron. Llegaron a temer que no
pudiera hacerles participe de sus últimas palabras. Sin embargo
Habib se recuperó y continuó hablando:
—La
mitad de mis camellos, será para ti, Aziz, puesto que eres el mayor
y has estado siempre a mi lado sin marcharte de nuestro hogar. Eres
mi heredero natural y tienes ese derecho. Un tercio de los mismos, ha
de ser para ti, Yaruk, para que con ellos aspires a mejorar tu
posición y emprendas una vida nueva contando ya con algo. Por
último, la novena parte de esos camellos, será para ti, Mesei,
puesto que al ser joven e impetuoso, tienes más tiempo que tus
hermanos para labrarte un porvenir. Confío en haber acertado, y que
sepáis hacer buen uso de mi legado. Es cuanto tenía que deciros,
ahora... ¡Alá me guarde!
Y
el viejo Habib exhaló el último suspiro.
Aziz,
Yaruk y Mesei lloraron consternados la muerte de su padre. Tres días
y tres noches duraron las exequias fúnebres y los ritos de rigor,
tras los cuales Habib descansó en compañía de su esposa, Azuma, la
mujer que le había hecho feliz en vida. En estos tres días no se
habló de la herencia. Nadie pensó en los diecisiete camellos que
esperaban en el cercado. Había cosas más importantes y menos
egoístas que hacer.
Pero
cuando regresaron del último acto, y los tres quedaron solos en la
casa de su padre, tuvieron que enfrentarse a la voluntad expresada
por su progenitor.
Repartir
los diecisiete camellos.
—Veamos
—dijo Aziz—. La mitad de diecisiete camellos, que es lo que me
toca a mí, son... —frunció el ceño al reparar en el detalle—:
¡Son ocho camellos y medio!
—Entonces,
en mi caso, un tercio de diecisiete camellos... —Yaruk también se
quedó estupefacto—. ¡Son cinco camellos y medio!
—Y
para mi... —Mesei hizo el correspondiente cálculo—. ¡Mi
herencia es aún más extraña, pues la novena parte de diecisiete
camellos es un poco menos de dos camellos!
Los
tres hermanos se miraron incrédulos.
—Nuestro
padre debía delirar —dijo Aziz.
—La
muerte ya estaba en él cuando habló, y propuso una distribución
imposible —afirmó Yaruk.
—Es
evidente que se equivocó —convino Mesei.
—Sí,
cierto, pero tiene sentido que el hijo mayor reciba más que el
segundo, y este más que el tercero —manifestó Aziz.
—Sin
embargo, deberíamos ajustar las proporciones del reparto —calculó
Yaruk.
—Cierto,
un camello de más o un camello de menos, arreglará el problema y
todos contentos —dijo Mesei.
Miraron
los cálculos que habían hecho. Las cifras resultaban curiosas.
—Yo
creo que es fácil —habló el primero Yaruk—. Tú, Aziz, me das
el medio camello que te sobra a ti, te quedas con ocho, y yo con ese
medio tendré seis.
— ¿Por
qué no me das tú el medio camello que te sobra, te quedas con
cinco, y yo tengo nueve? —protestó Aziz.
—Porque
tú tienes más que yo.
—Soy
el mayor, cierto, y por tanto...
—Esperad,
esperad —los detuvo Mesei—. Si vosotros os repartís ese camello,
la suma es total es catorce, así que yo, en lugar de casi dos,
tendré tres camellos. ¡Me parece muy bien!
—Pero
no es justo que tú, que eres el más joven, tengas tres camellos,
mientras que yo sólo poseeré seis —intervino Yaruk—. Además,
esto no sería respetar la voluntad de nuestro padre, puesto que yo
te doblaría a ti y Aziz sólo tendría un poco más que yo.
—Sin
olvidar que no pienso darte mi medio camello —apuntó Aziz.
—El
mejor reparto es que tú te quedes con dos camellos —Yaruk apuntó
a su hermano menor—, tú con ocho —apuntó a su hermano mayor—,
y yo con siete.
—No,
mejor di tú con seis y yo con nueve —lo corrigió Aziz.
—¿Y
porque vosotros, que tenías ocho y medio y cinco y medio
respectivamente, ahora tenéis más, mientras que yo me quedo con mis
dos? —se enfadó Mesei.
Volvieron
a mirarse entre sí. Irritados.
—¡Está
bien, está bien! —gritó Aziz—. Vamos a partir de cero otra vez.
—Sí,
seguro que lo hemos hecho mal. Nuestro padre era listo y no nos
habría puesto en semejante brete —suspiró Yaruk.
—Será
lo mejor, sí —se tranquilizó Mesei.
Volvieron
a dividir los diecisiete camellos según la voluntad de Habib: la
mitad para el mayor, un tercio para el segundo, y una novena parte
para el pequeño.
El
resultado continuó siendo el mismo. Aquel día, y aquella noche, y
al siguiente día, y a la siguiente noche. Los tres hermanos no se
ponían de acuerdo sobre el reparto de los diecisiete camellos.
—
¡Yo te
compro uno tuyo!
— ¿Con
que dinero?
— ¡Te
lo pagaré cuando lo gane!
— ¡No
es justo que vosotros...!
— ¡Es
injusto que tú...!
— ¡Ha
de haber una fórmula!
Pero
no la había. Ningún reparto satisfacía a los tres por igual, y
cualquier cambio, además, alteraba los designios del viejo Habib en
cuanto a las proporciones.
— ¡Compartiremos
un camello!
— ¿Cómo
se comparte un camello!
— ¿Y
mis casi dos camellos, qué?
Los
gritos de los tres hermanos acabaron quebrando la paz del pueblo, y
en especial, la de otro anciano que vivía solitario y sin hijos en
una casita cercana a la del viejo Habib. Este hombre se llamaba Sufir
y tenía un camello. Un solitario camello.
Sufir,
a la mañana del tercer día, fue a ver a sus vecinos. Por un lado,
necesitaba paz. Pero por el otro lado, sufría viendo como los tres
hijos de su amigo Habib se peleaban por la herencia. Sabía que Habib
estaba orgulloso de ellos. Y sabía, además, que les había pedido
que por encima de todo, siguieran siendo hermanos.
Fue
lo primero que les dijo al aparecer por su puerta.
— Basta
ya, insensatos. ¿Es esta la forma que tenéis de honrar la memoria
de vuestro padre, peleando y discutiendo de manera abyecta? ¿Acaso
no os pidió que buscarais la flor de la felicidad siendo lo que
siempre habéis sido: hermanos?
—Aziz,
Yaruk y Mesei bajaron los ojos al suelo, avergonzados.
—Nuestro
padre también nos pidió que respetáramos su reparto, y es
imposible hacerlo —murmuró Aziz.
—¿Estáis
seguros?
—De
todo punto —aseguró Yaruk.
—Nadie
en la tierra podría hacer esta división correctamente —lamentó
Mesei.
—Entonces
escuchadme bien —Sufir hizo que le miraran—. Yo tengo un camello.
Un sólo camello. Soy viejo, lo necesito, pero prefiero vuestra paz a
mi vida. Os he visto crecer y os quiero como hijos. Vuestro es mi
camello, y con él tendréis dieciocho para repartir. No entiendo de
números, pero oídme bien: si con este camello cesa vuestra disputa,
seré feliz.
Y
tras decir estas palabras, el viejo Sufir dio media vuelta y salió
de la casa de sus vecinos.
Aziz,
Yaruk y Mesei se sintieron muy mal. Estaban sudorosos, jadeantes,
despeinados, muertos de sueño, enfadados. Se miraron entre sí
comprendiendo hasta qué punto habían comprometido su amor fraterno.
—¿De
qué nos servirá tener un camello de más? —murmuró Mesei.
—Seguro
que será más complicado que antes —rezongó Yaruk.
—Pero
el viejo Sufir nos ha dado todo lo que tiene para que lo arreglemos
—suspiró Aziz.
Una
persona les daba cuanto poseía para que ellos no se pelearan. Eso
les hizo reflexionar. Comprender su materialismo.
—Veamos
cómo saldría el reparto con dieciocho camellos —propuso Aziz. Y
dividió dieciocho por la mitad—. En mi caso... salen nueve
camellos.
—Un
tercio de dieciocho camellos —Yaruk calculó su parte—, son...
seis camellos.
Miraron
a Mesei.
—Una
novena parte de dieciocho camellos son... ¡dos camellos! —abrió
los ojos Mesei.
No
podían creerlo. Ahora la división era perfecta, no había medio
camello ni casi camello ni un poco más de camello. Nueve, seis y
dos. Perfecto.
Los
tres hermanos suspiraron felices, tranquilos. La pesadilla había
terminado. Volvía a reinar la paz. Se abrazaron en medio de la casa,
riendo. La voluntad de su padre se había cumplido en todos los
puntos.
Nueve
camellos para Aziz, seis para Yaruk y dos para Mesei.
Entonces,
los tres dejaron de reír al unísono. Y se quedaron mirando
perplejos.
—Esperad...
—Nueve,
más seis, más dos...
—¡Suman
diecisiete!
Así
era. Justo los diecisiete camellos que tenían en el corral. Ahora
les sobraba uno. ¡Les sobraba el camello que Sufir les había dado
generosamente!
Salieron
fuera. El sol les dio de lleno. La tierra ocre del desierto que se
extendía más allá del pequeño pueblo rezumaba paz y calor. Una
tierra dura, pero hermosa. Su mundo.
El
viejo Sufir estaba sentado a la puerta de su casa.
Aziz,
Yaruk y Mesei caminaron hacia él, despacio. Sus cabezas eran un
cuenco de contradicciones. Creían entender... Pero estaban demasiado
impresionados para reaccionar. Se detuvieron delante de su vecino.
—¿Habéis
hecho ya el reparto? —les preguntó.
—Sí
—dijo Aziz—. Ya lo hemos hecho, y venimos a decirte que ahora nos
sobra un camello.
—Tú
camello —corroboró Yaruk.
—Puesto
que ya no precisamos de él, es justo que te sea devuelto —esbozó
una timida sonrisa Mesei.
Sufir
también le acompañó sonriendo. En sus ojillos de anciano brilló
una luz de inteligencia.
—Sea
—movió la cabeza una sola vez de arriba abajo.
Aziz,
Yaruk y Mesei regresaron a su casa y aquel mismo día procedieron a
repartir su herencia. No dejaron de pensar en ningún momento en lo a
punto que habían estado de pelearse, y en lo curiosa que había
resultado aquella experiencia numérica.
Tanto
que...
—¿No
creeréis que el viejo Sufir sabía...?
—No,
es imposible.
—¿Casualidad?
—Tal
vez.
—Todos
contentos, con lo suyo. Nadie ha ganado ni ha perdido.
—¡Vaya
con los diecisiete camellos!
—¡Alguien
tiene que poner siempre un camello de más para que todos seamos
felices, esa es la cuestión!
—Pero,
¿quién pone el camello?
—¿Quién
es tan generoso?
—¿Quién?
Durante
años, Aziz, Yaruk y Mesei fueron buenos hermanos, buenas personas,
buenos vecinos, buenos hombres del desierto.
Nunca
negaron ayuda a nadie.
Sabían
lo importante que es, siempre, ofrecer algo para evitar una guerra o
hacer felices a los demás
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